lunes, 7 de noviembre de 2011

Orquídeas.

 Pareciera que la noche se hubiera dedicado a dibujar y desdibujar el contorno de sus ojos, ojos de esbozo, apenas ya dos tachones de tinta sobre papel mojado. Pareciera que la boca, aquella boca vieja suya, se hubiera desprendido como una costra seca, dejando entrever el principio rosáceo de una nueva, descolorida huella de un beso de pintalabios. Aún llevaba la tristeza enmarañada en el pelo, la luz, huyendo de la polilla, sentada en aquel autobús que avanzaba como un bostezo, silencioso y lento. Y es que hubiera jurado que la culpa libraba los domingos por la mañana y que el veneno no sabía tan bien. Que los verdugos no cambian las flores de las tumbas, que las tarántulas no sentían compasión. Pero allá fuera hay asesinos pidiendo disculpas mientras hunden en la carne el puñal, hay manostijeras buscando caricias y almas de doble filo, que calman la herida con la fría hoja del cuchillo, ese mismo que la herida causó. Al final, el beso de Judas no fue un acto de odio, fue un acto de amor.