domingo, 16 de enero de 2011

El harakiri de la autocompasión.

Desde el principio de mi corta existencia, la llamada ambición está catalogada como defecto. Las personas ambiciosas siempre acaban mal en los culebrones. Aquellas que buscan más dinero, más poder, más amor, en definitiva más, son la figura malvada en la trama de la historia. Sólo aquellas figuras débiles, y socialmente afeminadas, aquellas que no hacen otra cosa que compadecerse, aquellas que no buscan nada de la vida y son extremadamente conformistas, sólo aquellas, gracias a un repentino golpe de suerte, pasan de desgraciadas a felices en un abrir y cerrar de ojos. Nos hemos convertido en una sociedad de lotería y hadas madrinas donde aquellos que buscan la felicidad, o más bien, una felicidad diferente, son juzgados de antemano. Porque la felicidad parece claramente establecida para todos igual y todos parecen decididos a tomar el mismo camino para encontrarla. Piensan que todos ambicionamos lo mismo y cuando lo tenemos, debemos estar rematadamente locos para no ser felices. Ignoran que detrás de una persona que carece de ambición, está una persona que estará dispuesta a conformarse con las cartas que le hayan tocado, una persona que realmente creerá que es feliz y que no merece otra cosa (cuando en realidad, no sé que criterio se aplica para determinar si una persona merece algo o no.) Una persona que realmente se quiere tan poco como para hacerse eso. Ignoran que detrás de una persona ambiciosa, se esconde alguien que realmente buscará más, se hará más daño. Pero que no se parará a lamerse las heridas.

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