viernes, 8 de octubre de 2010

El mundo de Cristina - Andrew Wyeth.



Recuerdo la primera vez que este cuadro se cruzó conmigo. Digo cruzó porque han sido ya varias veces, sin yo esperarlo, las que este cuadro se ha cruzado en mi camino. Una, la primera y la más inocente de todas, fue  bajo las luces blanquecinas de un museo sin nombre (bueno, es muy probable que tuviera nombre, pero no lo recuerdo). Tendría unos diez u once años, y una chaqueta de chandal atada a la cadera, cuando me paré a mirar este cuadro, fingiendo interesarme, como descubriría mucho después, hacen la mayoría de adultos en los museos. Sí, se plantan frente al cuadro en cuestión, guiñan los ojos, fruncen el entrecejo, se rascan el mentón y adoptan una actitud interesante y sabionda, no sé si para demostrar,o a los demás visitantes, o quizás a sí mismos, que "entienden". En esa época, me interesaba más bien poco la pintura, sabía que era feo y que era bonito pero nunca llegué a profundizar más allá y sí llegué a fijarme en aquel cuadro fue simplemente porque me derrumbé, somnolienta como todos los niños en los museos, en un sillón que casualmente estaba enfrente. No leí la chapita con el nombre del autor ni siquiera, sólo me fasciné por los pegotes de pintura que se solapaban al lienzo, pegotes microscópicos que me tentaban a acariciar esa rugosa superfície. Pasaron varios años antes de volverme a encontrar con él, en otro museo, más mayor yo y más interesada en estas cosas. Leí la chapita, miré el cuadro y aunque esta vez si me inquietó, pasé al siguiente sin más. A esa vez le sucedieron otras más, hasta  al fin, la más singular y desgarradora de las veces, la que de verdad me hizo querer que este cuadro estuviese en el salón de mi casa algún día. Fue en un rastro, urgando en una polvorienta caja de reproducciones de cuadros famosos donde me topé con la familiar figura de Cristina. Le insistí a mi padre en comprarla y cuando él posó sus ojos en la vieja reproducción y me dijo estas palabras: "Ah, el cuadro de la paralítica", algo dentro de mi crujió, se aclaró, se llenó de asombro. Miré, y creo que por primera vez de verdad, el cuadro, y vi que no era la tierna pintura que yo había supuesto desde un principio. La muchacha que yo creía tumbada en la hierba como si tal cosa, no estaba ahí por gusto. Sólo entonces pude ver la rigidez de su espalda, de los gemelos bajo ese vestido que antaño parecía tan alegre. No tenía la mirada perdida hacia la casa que se recortaba en el horizonte, la miraba con deseo, quién sabe si con deseperación, pues quería alcanzarla. Pero sus piernas no la llevarían muy lejos. Fue entonces ,cuando mi padre pagaba una miseria por la fotografía, cuando entendí algo, pero no supe lo que había entendido hasta mucho después. Cuando miro a Cristina, puedo ver como se arrastra por el prado y me pregunto que hacía tan lejos de casa, si era esa su casa, o ella venía de más allá, de los límites que se pierden en el marco. Cuando miro a Cristina, me veo a mí, y a tí, y a todos, los humanos, y sé que todos somos como ella: desde lejos, en un simple vistazo, todos parecemos estar bien, pero se necesita mucho tiempo para comprender que el dolor y el sufrimiento, se camuflan, se maquillan y se esconden tras las caras más felices y  los escenarios más insólitos.

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