jueves, 23 de septiembre de 2010

Desvarío con olor a masa de galletas.


Abría la puerta muy despacio y subía las escaleras con los zapatos en la mano para no despertarme. Pero yo aun no me había dormido y la esperaba con los ojos cerrados. Llegaba por el pasillo, que crujía bajo sus pies descalzos y se escurría por la puerta, que yo, adrede, había dejado entornada. Se despojaba de la ropa y así, aun oliendo a pastelería, caía redonda a mi lado. Entonces yo me giraba a mirarla y me salpicaba la cara un delicioso olor a masa de galletas, que tenía el mismo poder que una nana. Abrazaba adormilado sus miembros blandos y esponjosos, de bizcocho, y metía la nariz en su pelo del color de la canela. Olisqueaba en silencio su cuello y su mejilla izquierda, que emanaban un olor a hojaldre y barquillo, y besaba cada una de sus pecas, que como virutas de chocolate poblaban su espalda dormida. Y así, hasta que el insolente sol salía, la devoraba con la mente. Así, hasta que ella abría los ojos y las ventanas para ventilar el olor a noche y pasteles. Luego, desayunábamos frente a frente, mojando los croissants que ella había traído la noche anterior, que ya estaban fríos y con la tostada piel hecha pedazos. Yo también me hacía pedazos, sobretodo cuando ella me miraba con sus ojos, que ya no eran sus cálidos y dulces ojos de pastelería. Y me daba un beso corto de despedida, con sabor a croissant reseco y me dedicaba una última e insípida mirada, que me dejaba un regusto a nada en la boca. Entonces, yo soñaba que la detenía, la detenía por el brazo y con una cucharilla, poco a poco, a pequeños golpes, iba rompiendo la capa. La capa de azúcar quemado y duro que cubría su corazón. Como una coraza. Y yo, con mi cucharilla, rompía esa superficie dura y pegajosa, y me comía lo de dentro, lo más dulce.


No hay comentarios:

Publicar un comentario